Cristhian Almonacid Díaz
doctor en Ética y Democracia, académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
Si tuviera que describir la democracia en Chile diría que tenemos un modelo de representación política oligárquica, es decir, una institucionalidad democrática basada en un voto agregacionista que cada cierto tiempo otorga un poder legítimo a una casta política distribuida en lo que conocemos como partidos políticos. Esta clase política (como se suele llamar más amablemente) se carateriza por una fuerte racionalidad tecnocrática que le permite obtener adhesión popular por su probada suficiencia para administrar y distribuir los recursos públicos.
El éxito del modelo se sostiene gracias a la idoneidad racional estratégica de nuestros representantes que se alternan en el poder en cada período, siguiendo la lógica del beneficio político que se pueda obtener de las erróneas inversiones de la contraparte, trasladando con ello la lógica de la libre competencia del mercado a la esfera política. Este actual modelo democrático se completa con un rol de la ciudadanía atomizada y comprendida como sujetos demandadores de beneficios en el surtidor de servicios que solemos llamar Estado, entidad que recauda y reparte recursos bajo los preceptos neoliberales.
Hoy, nos enfrentamos a la más compleja urgencia social y política desde el restablecimiento de la democracia. Nuestro modelo democrático administrado por casi 30 años está en cuestión, principalmente porque no ha sido capaz de conformar un andamiaje social y político que legitime la institucionalidad existente, más allá del voto. Bajo mi perspectiva, el modelo democrático de representación oligárquica tecnocrática, está dando señales fuertes de incapacidad para escuchar y responder a las demandas sociales de nuestra “primavera chilena”.
Primero, porque la institucionalidad política de élite, entreverada entre asesores técnicos, ha terminado por alejarse de la ciudadanía, de sus necesidades y de sus problemas. La clase política no viene de la calle y no está en la “plaza” que, como gustaba decir Humberto Giannini, es el lugar de la ciudad para la conversación que funda la experiencia histórica común y la cotidianeidad que antecede a cualquier tecnicismo. Segundo, porque la sociedad en su conjunto ha crecido en niveles de educación y preparación. Los ciudadanos han alcanzado saberes, conocimiento y un fuerte sentido de responsablidad social (especialmente visible en las generaciones más jóvenes), pero no cuentan con espacios democráticos para participar y decidir. De manera que estamos en un punto de inflexión en el camino del desarrollo económico y la estabilidad política, pues en el progreso educacional y el desarrollo de la autonomía moral de la sociedad civil, los ciudadanos ya no quieren ser concebidos como meros demandadores de “bonos”. Más radicalmente, el ciudadano quiere ser partícipe, no solo del crecimiento económico como es correcto concebirlo en términos de equidad y justicia, sino también parte en las decisiones políticas que le afectan.
La crisis social que estamos viviendo nos muestra que necesitamos transitar de un modelo de democracia basado en una racionalidad técnica de élite a una democracia radical (de raíz) basada en una razón que sea dialogante con capacidad para reconocer en los ciudadanos a interlocutores preparados y válidos, y no solo una masa informe y pulsional. Mientras no avancemos en un modelo institucional fundado en una democracia radical que integre a la sociedad civil, la clase política seguirá entendiéndose a sí misma como autosuficiente para decidir los destinos de Chile, seguirá comprendiendo la crisis social como vándalos que quieren sembrar terror cuando manifiestan sus demandas, seguirá contando con el estado de emergencia y la militarización de las calles para recomponer un orden de artificio, a costa de arriesgar la plena garantía y el respeto fundamental de los Derechos Humanos.
La democracia no es un mecanismo para institucionalizar procesos sin los sujetos afectados. Únicamente, desde las personas que componen la sociedad en su conjunto es posible esperar una radicalización de la democracia que convierta al diálogo deliberativo y la participación en una profunda cultura. Si consolidamos esta cultura democrática podremos confiar en nuestra musculatura dialógica para superar este tipo de crisis y afrontar la tarea democrática por antonomasia: redactar una nueva constitución, tarea pendiente que resuena de fondo y se convierte en ineludible.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule, ni de este medio de Comunicación”.
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