Columna de Opinión: Dr. Julien Vanhulst, académico UCM. “La inconsciencia colectiva frente al Antropoceno”


Dr. Julien Vanhulst, académico de la Universidad Católica del Maule

En los años 1960-70, una constelación de actores (intelectuales, científicos, activistas, políticos, empresarios, etc.) ha instalado el debate político sobre la necesidad de reubicar los procesos sociales en el contexto de las leyes y equilibrios naturales. Insistieron todos a su manera en la necesidad de aplicar un principio de precaución frente a los impactos ambientales de nuestro modelo de sociedad (termo-industrial, capitalista y de consumo); instalaron una suerte de “consciencia colectiva” del imperativo de la sustentabilidad socio-ecológica que tiene expresiones tanto en las políticas públicas, como en los planes de responsabilidad empresarial, en la sociedad civil y en los actos de la vida cotidiana.

En este primer momento, la pregunta por el imperativo de la sustentabilidad socio-ecológica aparece con un tono alarmista constituida en base a al menos tres factores: (1) las evidencias científicas de los impactos de las actividades humanas sobre el medio ambiente, (2) una opinión pública escéptica frente a algunos desastres socio-ambientales (lluvias ácidas, mareas negras, accidentes nucleares, etc.) y (3) a la toma de conciencia del carácter finito del sistema tierra (particularmente luego de la difusión de la fotografía de la Tierra desde el espacio tomada durante la misión espacial Apolo 8 en diciembre 1968). 

Rápidamente, se instala una plataforma global para la gobernanza ambiental, así como políticas ambientales nacionales, con un primer hito en 1972 y la primera Conferencia de la ONU sobre “medio ambiente humano” en Estocolmo, cuya declaración tendrá repercusiones en prácticamente todas las Constituciones nacionales. Quince años más tarde, el concepto de desarrollo sostenible va a catalizar estos debates junto con la idea de que una modernización ecológica es posible, lo que permitirá minimizar las alertas iniciales, y continuar con la agenda del desarrollo global, perpetuando el mismo modelo cultural, con la mitigación de sus impactos ambientales, principalmente mediante innovaciones tecnológicas.

Con este artilugio político, pasamos de una etapa del movimiento ambiental marcada por un cuestionamiento de nuestro modelo cultural a una fase de mitigación de las alertas que ha permitido mantener intactas las políticas de desarrollo insostenible. Ésta segunda fase (años 1980-90) ha instalado la promesa de resolver los problemas ambientales sin tocar a los modelos culturales modernos (calcados en el modelo occidental pero ampliamente considerados como “la buena vida” dentro y fuera de Occidente), abriendo una paradoja irresoluble: el deseo de mantener el modo de vida derivado del modelo cultural termo-industrial, capitalista y de consumo, sabiendo que es socialmente y ecológicamente destructor (insostenible). Este momento favorece la instalación de una suerte de “inconsciencia colectiva” posibilitada por una política de simulación que asegura hacerse cargo de la crisis ambiental al mismo tiempo que perpetua el modelo cultural moderno que ha causado la misma crisis.

La idea de desarrollo sostenible y la implementación de políticas de modernización ecológica instalaron un espejismo de resolución de esta paradoja (una “ilusión de realidad”), confiando en la posibilidad de desacoplar las curvas del crecimiento económico (material) y de las presiones ambientales (o “curva de Kuznets ambiental”, propuesta Grossman y Krueger en 1991). Sin embargo, después de 40 años de modernización ecológica la curva aún parece no haber llegado al umbral de estabilización ni menos de reducción de los impactos ambientales asociados al crecimiento económico material sostenido (así, los últimos datos muestran que al aumentar el PIB o el Índice de Desarrollo Humano, los países aumentan simultáneamente sus emisiones de gases a efecto invernadero, y más generalmente su huella ecológica).

En 1997, un grupo de científicos (Vitousek et al. en la revista Science) ha publicado un artículo en el que evalúan el impacto de los seres humanos sobre la Tierra. Calcularon que las actividades humanas han transformado entre un tercio y la mitad de la superficie terrestre sólida; que el dióxido de carbono en la atmósfera ha aumentado de más de 30% desde el inicio de la revolución industrial, que la humanidad ha acaparado más de la mitad del agua dulce disponible, que hizo desaparecer cerca de un cuarto de especies de pájaros, etc. Y los autores concluyen: “está claro que vivimos en un planeta dominada por los seres humanos”.
Reconociendo está creciente dominación del planeta por los humanos, al principio de los años 2000, algunos científicos sugirieron que entramos en una nueva era geológica: el Antropoceno. En síntesis, la propuesta de antropoceno se fundamenta en la idea que la crisis ambiental, así como sus consecuencias humanas y no-humanas, marca el advenimiento de una nueva secuencia temporal que es a la vez geológica (en la medida que la acción humana reconfigura las dinámicas fundamentales del sistema Tierra), e histórica, dado que estos cambios afectan las sociedades humanas de forma multidimensional y obligan a repensar nuestro lugar en (y conexiones con) el planeta Tierra.

Para los científicos que introdujeron el término, el desafío principal era capturar con la mayor precisión posible la naturaleza de las transformaciones físicas y biológicas en curso, el “nuevo orden metabólico”. Este primer discurso del antropoceno concibió las consecuencias políticas de estas transformaciones en la continuidad de sus causas: el desafío es considerado esencialmente en términos tecnológicos, de innovación técnica. De tal modo que este discurso se inscribe directamente en las promesas de control de la crisis ambiental a través de la modernización ecológica, permitiendo mantener la inconciencia colectiva.
La apropiación de la idea de antropoceno en las ciencias sociales ha desplazado el centro de gravedad de los debates desde una preocupación muy técnica, hacia una discusión más bien centrada en la capacidad general de los marcos intelectuales y políticos disponibles para responder a los riesgos socio-ambientales globales. Así, en una segunda fase más reciente, la irrupción de una lectura histórica, sociológica, filosófica o antropológica del antropoceno ha transformado los términos del debate: tomar conciencia de la crisis ecológica no se reduce a mejorar nuestras formas de control de la naturaleza, sino que debe abrir un cuestionamiento profundo de nuestros modos de relación con la naturaleza, incluido la tecnología, y las ambiciones de control heredadas de la modernidad. Si bien la historia ha mostrado que la humanidad podía transformar la naturaleza, como lo hemos visto, se ha evidenciado que más que control, estas transformaciones están causando una catástrofe de la que no se puede salvar acentuando aún más los dispositivos políticos y económicos que la han provocado. La reflexión se dirige entonces hacia una transformación más o menos radical de nuestros modos de relación con la naturaleza.

Por consiguiente, la idea de antropoceno reintroduce con fuerza la necesidad de una utopía ecológica en un contexto de política de simulación y de inconsciencia colectiva; el antropoceno nos obliga a reformular la pregunta por la capacidad de autonomía de una sociedad inmersa en la hegemonía de un modelo cultural insostenible.


“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule, ni de este medio de comunicación”.


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Post de: Manuel Villagra

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